El lunes pasado, de regreso de un viaje relámpago en el que no dejé de hipar, me encontré en el hall del aeropuerto con un editor a quien hacía tiempo no veía. Cuando lo conocí era uno de los más jóvenes, deseado por todos y pletórico ante las tentadoras ofertas que calentaban sus orejas. Una llamada suya cotizaba al alza en las noches de Sodoma y Gomorra de los autores. Tenía un fino olfato para cazar escritores y lo que es más difícil, sus mejores textos. Eran, por lo general, autores con estilo a quienes les enseñaba incluso sus horizontes de expectativa —otro día explicamos mejor esto—, a pesar de que luego se fuesen a bailar con otra más guapa que a su vez les dejaría con sus obras tiradas en los anaqueles más recónditos de cualquier librería. Y, definitivamente, se trataba de un conversador culto, elegante y de una eficacia contrastada en el cumplimiento de los objetivos, poniendo en evidencia a más de un compañero. Pero lo que más me gustaba de él era ese convencimiento que exudaba. Ahora, con unas ojeras que parecen un relato de Onetti, me cuenta furioso y enrabietado cómo se reducen los catálogos, la caída de ventas, la mengua de bonos, la dieta hipocalórica en las promociones y hasta las aviesas intenciones de los medios que lindan descaradamente con la gratuidad a cambio del trabajo de un autor. Y por si no fuera suficiente ahí llegan las administraciones con sus rebajas. «Así no hay quien viva», apostilla. «Y ahora qué», le pregunto. Se mesa la barba de tres días, se restriega la sequedad de los ojos y palpándose los bolsillos como buscando el paquete de tabaco que ya no fuma, me dice melancólico, mientras cruza su dedo índice por el cuello: «Hombre de poca fe. Aún les queda la reforma». Y de repente se me quitó el hipo.