Ámsterdam.

Hace ya unos años que fui por vez primera a Ámsterdam. Entre muchos otros recuerdos que permanecen intactos, uno de los mejores fue el Gran Hotel Krasnapolsky. Por supuesto no olvido la hermosa casa Hajenius (por entonces todavía conservaba el inmenso placer de fumar), dos de los más antiguos bares del centro y cómo no el Bimhuis, ese templo del jazz en donde escuché a Scott Hamilton y desde cuyo restaurante se pueden apreciar impagables vistas de la ciudad. Pero, ¿hay algo más? El teatro Tuschinski, la sinagoga portuguesa, el museo Van Gogh, el mercado dominical en el Jordaan, las noches, el atardecer, la librería…, ¿cómo se llamaba? ¡Ah, sí! Athenaeum. En fin. Ningún viajero pasa dos veces por el mismo viaje.

Sin duda, Ámsterdam es una ciudad muy apetecible para abandonarse a muy variados vicios que el buen viajero sabrá encontrar. Es tradicional, aunque el interés local y el inmobiliario se han aliado para hacerlo desaparecer, visitar las singulares y preciadas virtudes del animado Barrio Rojo. Luego, si uno se ha divertido en exceso, bien puede confesar sus defectos en la Vieja Iglesia de Ámsterdam. No se preocupen, no hay mucha distancia. En un determinado punto de la calle Oudekerksplein, que bordea la iglesia, el vicio y la moral apenas distan un par de metros. Por cierto, la iglesia es católica y está llena de gracia y de belleza. Por algo será.