De El cielo desnudo

El cielo desnudo portada

Credo (versión extendida)

Creo en tu cuerpo cuando se envuelve en el suave torbellino de la noche,
en la mirada astral de tus ojos escrutando mi palabra, es decir, mi alma.
Creo en el alto acantilado de tu cuello y tus hombros donde se despeñan
las gotas de agua que te erizan y palpan, guerrilla de caricias insurrectas.

Creo en nuestra huida clandestina y en el trabajo de tu sonrisa,
en este viaje a la tierra de ninguna parte, a los mares de no sabemos                                                                                                                 / cuándo
ni dónde pero siempre a la revuelta de la esquina en la calle de cualquier                                                                                                       / sitio.

Creo en el horizonte que nos despierta y en el sol que nos duerme,
en los tragos de vino que nos mete racimos de vida en sangre,
en la pericia de tu boca y en la astucia de tus manos entre las flores.

Creo en la levedad de tus pies cuando pasan ligeros entre la hierba y se                                                                                                           / plantan
sobre el terrazo de la estancia, en su música cuando alucinan y despegan.

Creo en la ebriedad de los días y en el derribado corazón de la noche,
en la honda soledad que gobierna y amamanta las raíces de los sueños,
en el duelo y en la herida cuando nos asalta aquello que no pudimos,
que no quisimos, que no supimos o fatalmente no nos dejaron.

Creo en la cordura que nos exime de la culpa, en esta corta y dura subida
al monte de la vida, en los ángeles vagarosos que iluminan nuestros                                                                                                                      / pasos
mientras caminamos por la espesura de ciudades y noches desconocidas.

Creo en la alegría de la tierra cuando sangra amapolas y en el vértigo
de este menoscabo veloz hacia ese imperio anónimo que nos arruga
y envejece como un atardecer que quisiéramos parar con un gesto sólo.

Y creo en ti, avivada y desnuda, cuando giras la manilla de la puerta

y me miras desde algún lugar en el centro de tu miedo, animal y perdida.

Cambio climático

De aquel entonces, un estudiante
en una universidad de provincia,
fumador, flaco y apacible, recuerdo
aquel frío invernal de miradas
y silencios que exhalaban fuegos.

Salía al atardecer, el deseo de hablar
con alguien en la mesa de un café,
a veces con amor, a veces con verdad.
Bueno, el amor era una quimera, historias
de otros al calor de músicas lisérgicas
Lucy in the sky with diamonds
con un aire de cielos imposibles.

Pero no por eso dejé de intentarlo
y como a diario visitaba ese estado
creativo y feliz que suele ser la tristeza,
a eso de la una o las dos de la noche
o quién sabe cuándo, llamaba sin permiso
a esa mujer que me abría la puerta de su casa
con los ojos vidriosos y en su piel el olor
a honduras y tempestades, a ternura y cama.
La mañana siguiente era menos fría:
te cambiaba de cara y hasta de mundo
si te invitaba a café junto a su boca.

Hoy, dicen, la temperatura en el planeta

ha subido de media un par de grados.
Quizá por eso los jóvenes de hoy
no disfruten de un frío del que refugiarse
ni necesiten una diosa a quien llamar
cuando el sino del cuerpo pide más
en las horas sin dios de la madrugada,
en los irritantes calores de estos tiempos.

Recuerdo bien aquellas mujeres
que en la carcoma de los días
sosegaron mi ardor y mi extravío.
A ellas les debo la fe en esta aurora,
la velada mujer que tras la puerta abierta

cada noche en su vientre me ilumina.

© Todos los derechos reservados. All rights reserved: Javier Lasheras.

© De la edición: Luna de Abajo Editorial. Oviedo, 2018