Berlín.

  • A media tarde de un día casi otoñal y desde unos dos mil pies de altura, antes de aterrizar en Tegel, la ciudad se contempla con un aire de geografía apacible, con parques y jardines por doquier. Destaca el río Spree: penetra como una flecha por el sureste, se agita en meandros casi infantiles a su paso por el centro de la ciudad y se pierde en el Havel, afluente a su vez del Elba. Parece una vena, pienso. El color de una vena bajo la piel. Las venas son musculosas y llegan a todas partes. Por dentro circula la sangre.
  • La urbe muestra señales de heridas profundas, sutiles cicatrices maquilladas como las de una vieja dama y al mismo tiempo despliega una descarada belleza arquitectónica que indica y remarca su identidad de polis nueva. Ave fénix. Les ha costado un riñón y parte del otro, pero ha merecido la pena, a pesar de la corrupción y de los errores. Berlín es una mujer joven que sabe de ciencias y letras: La Charité y la Universidad de Humboldt, muchos premios Nobel y la Literaturhaus. O mejor: una mujer que escribe su propia historia, que a veces se equivoca e incluso se traiciona. Es probable que termine haciéndose daño. Pero se trata de vivir.
  • Berlín tiene una calle donde viví y donde lloré como no lo he hecho en casi ninguna otra ciudad. La edad hace estragos y acaba por colocarte las hormonas en la garganta: bienvenidos sean los años. Friedrichstraβe. Una vez conocida, mi identidad no cambia, pero se expande como el aceite. Pero, ¿cuál es la identidad alemana? Rüdiger Safranski apunta al romanticismo. Añade que los ideólogos del NSDAP pronto se dieron cuenta de que el romanticismo tradicional era muy blando y por ello quisieron alcanzar un romanticismo de acero basado en el biologismo, el darwinismo social y el racismo. Hoy en Berlín se pueden palpar los movimientos antisistema que tal vez sean, en parte, herederos del romanticismo. Espero que la rueda se pare.
  • Cada mañana, en Friedrichstraβe, desayunaba junto a la ventana, mirando a la gente vivir y pasar por el puente de Weidendamm. Más tarde tomaba el tren en dirección al lugar elegido. Después de comer, o algo más tarde, regresaba a Bahnhof Friedrichstraβe para descansar en el hotel. En esta estación hay muchas lágrimas que ya no se ven, ojos rojos en el alma, rímel corrido por los andenes, desgarros del tamaño de un chirrido de tren, úlceras de vagón, tristezas de hierro e ingenuas esperanzas.  Vidas perdidas para siempre. Mierda de mundo. Y para colmo, el tren a veces llegaba con retraso.
  • En esta ocasión no fui a ver ninguna tumba. No visité ninguna casa de pensador, científico, político ni artista. No presenté mis respetos a nadie. A cambio, no me perdí el altar de Pérgamo ni la puerta del mercado de Mileto o la puerta de Ishtar de Babilonia. Tampoco dejé de visitar la antigua sede central de la Gestapo y de las SS, la Bebelplatz en donde un 10 de mayo de 1933 los nazis quemaron más de 25.000 libros, el cuartel general de la comandancia alemana ni tantos otros lugares que emocionan y enervan. Hubo noches en que me dejé llevar por la vida en la Oranienburger Strasse, con sus animados cafés, restaurantes, pubs, galerías de okupas y prostitutas del este a menos de 50 metros de la Nueva Sinagoga. Tampoco me perdí a Funk Delicious en la sala Quasimodo. En Berlín parece que casi todo convive. No es conveniente aceptar el engaño. Igual que en cualquier otro lugar.
  • El viajero no suele descubrir nada nuevo. Es el lugar quien descubre al viajero, quien le arranca un trozo de su existencia. Somos de muchos lugares, pero no de todos. Somos las vueltas que da la vida, como el río Spree a su paso por Berlín, como una vena que llega y da la vida. Una vena es musculosa y lleva sangre y es hermosa y se adentra y se ramifica y es azul y fría como el cielo de Berlín, verde y líquida como las tardes junto al río Spree, roja como el fuego de su historia o el fin de un capítulo que invita a escribir y leer el siguiente. La vida en vena.