«Música en la oscuridad» o las tesituras del silencio.

Una tarde fría y transparente del invierno de 1930, Jerónimo, uno de esos pobres de solemnidad, seco y orgulloso, cuyas leyes y mandamientos son el refranero popular y la experiencia, transporta en su carro a Joaquina y su marido, el clarinetista y sastre Mariano Lozano. Destino: Casetas, un barrio rural a unos 15 kilómetros de Zaragoza. A partir de este momento, el narrador nos muestra la geografía física y humana, el territorio moral de uno de tantos pueblos españoles de hace ya casi un siglo, donde el siniestro social de la miseria convive con el poder eclesiástico, el político y el aristocrático, en este caso, el del duque de Costrino. Estamos en los últimos años del reinado de Alfonso XIII bajo la dictadura militar de Primo de Rivera y nada indica que la situación vaya a cambiar. Ni siquiera el viento, tan acostumbrado a revolotear y haraganear por estas tierras.

Al lector enseguida le llamará la atención que el narrador mueva sus hilos narrativos haciendo uso del presente, recurso que Antonio Iturbe, (Zaragoza, 1967) autor de esta Música en la oscuridad, (Seix Barral), ya ha utilizado en obras anteriores. Y es este presente el que a modo de escalpelo se aplica sobre el cuerpo narrativo para llevar a cabo una prospección de la conciencia histórica e individual, de la identidad agazapada en la memoria que cuando emerge no sirve para recriminación alguna, sino para su esclarecimiento. Así, el uso de este tiempo verbal aporta inmediatez a lo contado y también una íntima cercanía que los lectores agradecerán para abandonarse a la lectura. Una novela que se sitúa en la estela de La balada del abuelo Palancas, el prodigioso libro de Félix Grande con el cual, salvando distancias y diferencias, logra trenzarse en el tratamiento psicológico de los personajes con ternura y comprensión; en la celebración de la música como conectora de mundos y conciencias y en la consideración de los más humildes y menesterosos como seres humanos capaces de construir y contribuir al mundo con su propia épica. Pobres y solemnes; pero jamás contingentes. Además, el lector no encontrará ni en la obra de Grande ni en esta de Iturbe un ápice de resentimiento. Y esto es importante porque señala el lugar moral desde el que se escribe y la longitud emocional del reto que se afronta.

» Obra caracterizada por un aliento poético
sobresaliente y un estilo sereno y ajustado.

Las vicisitudes y peripecias que Mariano, Joaquina y el resto de protagonistas vivirán en Casetas, un conjunto de casas humildes «donde siempre madruga» el cierzo inmisericorde, con sus bares, su panadería, su tienda de ultramarinos y otros lugares y espacios naturales, resonarán aún vivos en la memoria de muchos lectores que se verán reflejados por sus propias historias familiares.

Antonio Iturbe. Foto: Pablo Miranzo

Uno de los ejes narrativos es la formación de la banda de música con la finalidad de ir de fiesta en fiesta o de celebración en celebración dejando en buen lugar el pabellón del ayuntamiento, motivo por el que Mariano ha llegado a Casetas. Pero los músicos con que cuenta no son otros que los obreros y agricultores que ocupan sus manos ásperas en los quehaceres laborales, casi sin tiempo para nada más. Por aquí desfilan el Regañao, el Tiñoso, el Rogelio, el Casa Grande, el Pintado, el Badana, el Pericas, el Mudo… todos ellos hombres que «apestan a vino, a pies, a mondas de naranja, a tierra seca» y a los que se irán uniendo otros e, incluso, una mujer, Pilar. La tenaz conciencia de Mariano y su insondable creencia en el ser humano, en cada uno de esos hombres que apenas saben leer y escribir, harán posible que estos alcancen el sueño de su liberación a través de la música. Por supuesto, asistido por su infatigable mujer, Joaquina, encargada de las labores domésticas, del cuidado de las hijas que van llegando y que es el contrafuerte emocional y psicológico de Mariano.

Otro aspecto interesante de esta novela es la construcción de un personaje cuya aparición y manifestaciones sirven de prolepsis. Se trata de la Hilaria, sibila que anticipa futuros y bruja enciclopédica —léase el episodio de la tarántula— que transita a lo largo de toda la narración y que lleva tanto el peso del destino como el debate entre la razón y la fantasía (p. 317 a 320). Súmese a esta galería de personajes, no todos arquetípicamente buenos ni ideales, al propio Jerónimo, a Julia, al Mudo, a Doña Concha, a la Tía Julia; un elenco que además de no dar puntada sin hilo cose esta arpillera de otra época, cuando la solidaridad se daba por descontada y nadie salía de un colmado sin ser fiado, o de una panadería sin un mendrugo que llevarse a la boca. Y es esto, precisamente y a buen entendedor, lo que hemos perdido en estos 90 años de historia compartida.

Desembocadura del río Jalón en el Ebro. Foto: J.M. Marshall

El paisaje y su clima tienen un indudable protagonismo en la obra en tanto determina la vida de los personajes. La tierra es áspera, el cierzo una revuelta incesante y hasta las amapolas muestran una belleza inútil. Incluso el frío y la intemperie se sienten en las manos del lector que sostiene el libro. Por momentos los párrafos parecen apuntes faulknerianos donde solo la presencia por sorpresa de un escritor norteamericano, Ernest Hemingway —que intenta convencer a Julia de estar viendo la figura de un elefante allí donde se divisa el perfil de la colina de El Castellar, «ese monte peladico de todo»—, es capaz de aliviar la dureza del territorio. Pero este paisaje implacable y duro con el hombre también sirve de marco para que los protagonistas se encalmen y se dejen llevar y arropar por la belleza. Por ejemplo, el paraje de la desembocadura del río Jalón en el Ebro, tan bien musicado y donde se aprecian destacados recodos literarios; los encuentros y diálogos en plena naturaleza entre Hilaria y Mariano y la tensión erótica que no destriparemos aquí. Y también ese momento en el que Hilaria cita a Mariano en la sierra para mostrarle otra forma de conocer el mar.

Apuntemos que entre estas páginas la presencia femenina es constante y que su universo prolijo y variado alcanza su apogeo en el amor entre las dos profesoras de la escuela, Filomena y María.

« El frío y la intemperie se sienten en las
manos del lector que sostiene el libro.

Y si más arriba hemos avanzado las características del narrador y el tiempo verbal elegido, subrayemos ahora el trabajo encomiable que Antonio Iturbe hace con la sintaxis, los diálogos y el léxico aragonés que usan los personajes, léxico con el que el propio narrador, en algún párrafo, «contamina» su discurso. Por cierto, nadie se extrañe del uso constante de la blasfemia escatológica, tan habitual en el habla popular.

Pero no podemos terminar estos apuntes sin mencionar de nuevo la música que cruza esta obra a lo largo de sus cuatrocientas páginas. Música que, al igual que sucede en la literatura, está llena de silencios. El lector pasará las páginas como si de una partitura se tratara, con marchas y pasodobles, óperas y zarzuelas, con Mozart, Dvorák, Verdi, Pachelbel, Wagner o Debussy entre otros. Y también con la música salvífica de una nana.

En definitiva, Música en la oscuridad es una novela que habla de nuestra historia y que tiene su clímax y anticlímax no solo en el relato de cada uno de los personajes, en sus silencios y las tesituras emocionales que concentran, sino también en los aciertos y errores de la II República española (léanse las páginas 274 y siguientes) que, a la postre, desembocaron en ese momento infame en que a nuestros abuelos les dio por matarse muy fraternalmente a balazos. Historia de música y oscuridades que evoca un tiempo de España, y de Europa, donde se subraya la dignidad y el espanto de la condición humana. Y el conjunto resultante es una obra con un aliento poético sobresaliente y el estilo sereno y ajustado de un excelente escritor consciente —al igual que el clarinetista y sastre Mariano Lozano—, de que sus «dedos conocen cosas que la cabeza ignora».

Un comentario Agrega el tuyo

  1. mhmontoto dice:

    Gracias, fenomenal reseña. Un abrzao. Manolo Herero

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