Un retrato muy ilustrado.

Una de las claves narratológicas para el siglo XXI, en opinión de Italo Calvino, sería la levedad. Si convenimos con el italiano, Jorge Ordaz hace con su última novela, La sacavera (Pez de Plata, 2024) un uso paradigmático y no menos que sobresaliente de esta propuesta del italiano y, para ello, se arrostra el año 1750 con el fin de mostrarnos la sociedad estamental de la época. Es esta una obra con hechuras de thriller histórico, en las que el autor convoca a los más granado de la provincia de Oviedo del momento: el regente Gil de Jaz, el doctor Casal y el padre Feijoo. Nombres que aportan lucidez y lustre a una ciudad que durante esos años mira cara a cara al resto de los faros intelectuales europeos. Nada falta en sus apenas 170 páginas; y lo mejor, nada sobra.
La tarde del 16 de junio, una tormenta de proporciones bíblicas pone en movimiento la narración. Y tras la tormenta, la inmediata aparición en la calle del cadáver de un súbdito británico removerá el retablo social ovetense. Se trata de John Forster, bien conocido aunque secretamente por unos sicalípticos miembros de la ciudad, dedicado a satisfacer las necesidades lectoras de estos procurándoles libros incorrectos, diferentes, censurados y, por supuesto, perseguidos por la Inquisición. Las hipótesis sobre la causa de su muerte se disparan. Se tercia la posibilidad de un vampiro. Las gentes murmuran; todos se inquietan. En este punto van haciendo acto de presencia los personajes, pero también los espacios que protagonizan: la ciudad antigua y su atmósfera ambivalente, encerrada en sí misma y abierta al mundo por mor de la mano del padre Feijoo; la Audiencia, la Catedral, el convento de San Vicente, el Hospital de San Juan, los palacios de la nobleza, el palacio obispal, la Universidad, las reuniones de la Academia, las funciones en el Teatro del Fontán, amén de las posadas, prostíbulos y salones de la vida social.

»Un gran retrato histórico en el que nada sobra. Todo es chocolate.

Es en estos espacios donde se mueven los intereses de los seres humanos que circulan por la ciudad y la obra, es decir, las diversas tramas y peripecias que ofrecen una imagen certera de la sociedad de mediados del siglo dieciocho. El retrato no tiene desperdicio. De obligada lectura para presentes y futuros historiadores. Y aún más si el lector logra hacer una lectura comparada con la actualidad. Todo, de cabo a rabo, es chocolate.
De otro lado, quien ya haya leído a Jorge Ordaz, no se extrañará al observar de nuevo su gusto por el uso de un lenguaje preciso sin por ello restar un ápice al entretenimiento del lector. Sepa este que el autor convoca y condensa en La sacavera algunos de sus temas favoritos, los cuales han jalonado su quehacer literario hasta hoy. Además, tendrá la oportunidad de apreciar esa marca de la casa que es el uso de una fina ironía sin red y un sentido del humor tan atinado que enseña modales a los tirios y no molesta a ninguna troyana.


Referente de una narrativa elegante y sin ruido, de útiles saberes entre las letras y las ciencias y humilde por puro vicio, Ordaz nos muestra en esta su última novela a unos personajes que dialogan con una credibilidad tal que parece estuviéramos hablando con ellos. Sin duda, es esta la cualidad más destacable del conjunto, del que también sobresalen una estructura confiable, un hilo argumental sólido y el retrato preclaro de una sociedad estamental que boquea ante las luces que ya anuncia la tormenta de la ilustración. «Dejémonos de vanas lucubraciones» le dice Feijoo al médico del Cabildo. «La posteridad es un engañabobos. Lo que cuenta es el presente, lo que hacemos día a día. Pensar que mis libros sobrevivan y tengan lectores en el futuro es un acto de fatuidad por mi parte. A decir verdad, me importa poco». Tan poco como a Jorge Ordaz, este ilustrado en pleno siglo XXI del que es ejemplo, sobre todo por la levedad con la que agasaja a sus lectores, aunque ningún jurado Nacional todavía lo sepa.

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