Duelo al sol

Mucho tiempo he estado mirando esta imagen; primero a través de la fotografía de familia, descendiendo por los tubos del recuerdo hasta llegar al país de los cielos lúcidos y desnudos bajo el sol. «La lucidez es la herida más cercana al sol», escribió René Char. Acaba uno por aprender que cuanto más se mira más queda por ver. Por eso, cuando visito ese lugar al que hemos convenido en llamar «el pasado», comprendo que aún me queda mucho por vivir en esas estancias, que en nuestras vidas tan cortas, pasado y presente no existen de una forma estanco, sino múltiple y continuada.
El cielo desnudo portada Miro la alquimia pálida de esa foto y regreso a la casa de mis padres, a la ilusión y el esfuerzo por un país mejor. Miro, y pruebo el pan con aceite y azúcar; miro, y huelo los óleos y las trementinas del bodegón que pinta mi madre; el calor ahumado en la hoguera prohibida de la noche; los viajes en el SEAT 850; las ideas del cura apóstata; las maletas de mi abuela; el vino y el cordero; río con la sonrisa descarada de mis hermanos y revivo con la música y la libertad en la fiesta de mis hermanas. Vuelvo a mirar y veo un cisma, un dolor, un reencuentro y una reconciliación. A veces, también la muerte. Y miro aún otra vez y ando el camino del crepúsculo, la lucidez del sol acompañando mi vuelta a la casa. Percibo a través de la fotografía, en contraposición con estos tiempos actuales donde casi todo apenas dura nada, que todavía sigo teniendo dos, catorce o treinta y cinco años. No soy yo quien regresa; son los años que vuelven.

» No existe la decadencia cuando el corazón alberga sin rencor la casa compartida de nuestra memoria.

Esta semana una amiga me hizo un regalo. Es un cuadro, un óleo sobre tabla. Se titula Duelo al sol. Su autora es Marián Álvarez. Hay dos figuras cuyos rostros no podemos sino intentar imaginar. La niña mantiene una postura atrevida, retadora, casi sensual. Su traje de baño —dos manchas rojas técnicamente impecables— contrasta y complementa el bañador negro del niño. Los bañadores delatan otra época. El pincel, exacto y nervioso, ha repartido sobre los cuerpos y sus sombras de agua unas líneas verticales que articulan la tensión de la escena. Pinceladas que se equilibran con la horizontalidad de anchuras más generosas que conforman la armonía —y la intemperie— del mar y del cielo.
   

Duelo al sol. Por Marián Álvarez
Duelo al sol. Por Marián Álvarez. 2019. Óleo sobre tabla. 0,38 x 0,28 m.

 La artista ha sabido captar con maestría el diálogo de los cuerpos y, al tiempo, reflejar con un claroscuro leve (una suerte de luminismo revisado), la incertidumbre entre las figuras que aparecen delicadamente sustentadas por un mar cuya calma se puede percibir en los reflejos apenas turbios de los niños en el agua. Unas figuras adentradas en el mar azul bajo un cielo que se adivina suave y luminoso, de tonos malvas y violetas, los colores del ensueño y la pasión. Y si es cierto que algunos cuadros cuentan una historia, este narra la de un niño y una niña que se miran frente a frente en un reto para la leyenda. Parece que están a punto de desenfundar en un imaginario duelo al sol. No sé quién disparará primero. Pero antes de hacerlo, parece que oigo al niño decir unas palabras…

» No soy yo quien regresa; son los años que vuelven.

En 1946, David O. Selznick, productor de Lo que el viento se llevó, encargó a King Vidor la dirección de Duelo al sol (Duel in the sun). Basada en la novela de Niven Busch —más conocido por el guión adaptado de la obra El cartero siempre llama dos veces, de James M. Cain—, la película está protagonizada por Jennifer Jones (a la sazón novia de duel_in_the_sun-760184126-largeSelznick), Joseph Cotten y Gregory Peck, y posee tintes bíblicos y pasionales. A saber, la suerte que corren Caín y Abel, en este caso Lewton (Peck) y su hermano Jesee (Cotten) respectivamente, teniendo por medio a Perla, una muchacha mestiza e indomable. Al final, cuando Perla y Lewt se enfrentan en un duelo a los pies de ese peñasco del interior de Texas, entre las desiertas colinas marginadas por el sol, llamado por los comanches «la roca de la cabeza de indio» y Perla hiere de muerte a Lewton, al hombre que quiere, éste la urge: «Perla, estoy muriéndome. ¡Ven aquí! ¡Quiero verte! Te quiero, Perla. ¡Date prisa, date prisa. Deprisa!» El final ya lo saben ustedes.
Seguramente el niño de la fotografía dijo otra cosa y el del cuadro aún otra distinta. No lo sé. Ya se irá viviendo. Lo que importa es que cada vez que abro una ventana de esos edificios del arte, construyo un pilar impasible e inalterable contra el tiempo. Como dice el narrador al principio de Duelo al sol, un tal Orson Welles, «El tiempo no puede empañar la leyenda». Y es que no existe la decadencia cuando el corazón alberga sin rencor la casa compartida de nuestra memoria.

4 Comentarios Agrega el tuyo

  1. Guillermo dice:

    Fotografía, cuadro y texto, puro arte.

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    1. Javier Lasheras dice:

      Muchas gracias, Guillermo.

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  2. Jorge Ordaz dice:

    Preciosa fotografía, precioso cuadro, prercioso texto.

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    1. Javier Lasheras dice:

      Muchas gracias, Jorge.

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