Advertía el Nobel José Saramago, durante una conferencia, que los libros deberían incluir una franja en donde se indicara al lector que allí había un ser humano. Pues vaya por delante que en El año que viene en Tánger hay, al menos, dos seres humanos: el protagonista León Aulaga y el propio Ramón Buenaventura. Dos seres humanos que han vivido ya más de medio siglo cada uno y a quienes se les nota el cúmulo de experiencias y contradicciones bien aprendidas, porque las contradicciones también hay que aprenderlas y, en la mayoría de las ocasiones, aprobarlas como parte tan o más importante que nuestras convicciones más profundas. Así le ocurre, por poner sólo un ejemplo, a León Aulaga, quien afirma que sólo recuerda su pasado en función de las mujeres que ha conocido porque sólo en ellas es capaz de reconocerse como ser humano y, al mismo tiempo, terquea reiterándonos que “toda mi vida es mentira y, además, no la recuerdo”. Pero en estas contradicciones no hay despistes para el lector sino, y muy al contrario, las huellas inequívocas de una generación, entre los cuarenta y cinco y los cincuenta y cinco años, que busca reencontrarse con el espíritu de sus años jóvenes porque se sienten timados por la inevitable evolución de sus propias vidas (y quién no ¿eh?), y porque saben que ahora les restan cuestiones pendientes y asuntos sin resolver (pág. 189). Entiéndase bien, no se trata de recuperar ningún paraíso perdido ni de metafísicas de ideales traicionados sino de recuperar los momentos de certidumbre, aquéllos en que no cabía el engaño ni la estrategia, aquellos que todavía no estaban manchados por el desencanto cotidiano, pero ¿qué es lo que ocurre cuando uno intenta resolverlo treinta y un años después? Nada imprevisible pero sí más peligroso porque ya no somos la misma persona y la memoria juega malas pasadas.
El año que viene en Tánger, tal y como lo apunta Ramón Buenaventura en la página 608 «era el retrato de un personaje quizá contradictorio, pero desde luego rotundo en su coherencia de triunfador: capitán general de los negocios y de los pechos femeninos decide, ya en las primeras estribaciones de la senescencia, amansarse a vivir con su linda noviecita de la juventud. Y fueron felices y comieron perdices y a mí no me dieron porque yo no quise». Bueno, pues es una manera, la manera de Ramón Buenaventura, de decirnos de qué trata este libro pero sería una lástima conformarnos con tan escueto resumen y omitir que el lector también puede encontrar, entre las más de seiscientas páginas, (a) un atípico libro de poemas –para los tiempos que corren-, (b) un libro de relatos de corte erótico donde se describen y analizan las siempre inagotables relaciones entre hombre y mujer —que nadie se pierda la Muestra Número 4 titulada “Por un amor tan tierno”, especialmente recomendada para quienes hayan querido a una idiota y para aquellos que vayan a hacerlo (pág.439 y ss.)— y (c) 249 anotaciones a pie de página donde podemos encontrar entre otras muchas y variadas cuestiones, traducciones, anécdotas, datos biográficos, aclaraciones, etimologías y reflexiones literarias y filológicas. Por supuesto que el lector perezoso, que no desee leer más que estrictamente el grueso de la novela, sólo tendrá que leer desde la página 11 hasta la 198 para, tras un gran salto, colocarse en la página 580 y desde ahí hasta el final. Particularmente no lo recomiendo porque el lector se perdería la verdadera dimensión del personaje, pero qué duda cabe: la posibilidad está ahí.
Y para armar todo esto, Ramón Buenaventura, hace uso de todos los recursos literarios a su alcance (incluida la red de Internet, pág. 31 y ss.), con una prosa desenvuelta, divertida y cosmopolita, no exenta ni de erudición ni de rebeldía ante el idioma (Deslicia: dícese del gozo que el miembro masculino obtiene al deslizarse en el femenino, y éste sobre aquél. Pág. 335).
Es, en definitiva, un libro excepcional, que afortunadamente Constantino Bértolo, director de la colección, supo rescatar del infructuoso periplo editorial al que Ramón Buenaventura se había visto abocado, lo que por sí sólo ya dice mucho del actual estado de las editoriales españolas, que a saber qué otras sorpresas nos tienen embargadas, y es que hace falta mucho talento y pasión para escribir este libro pero, sin duda, también hacen falta muchas agallas para publicarlo (¡recuérdese!: más de seiscientas páginas), olvidándose de la sencillez narrativa, dirigida a públicos amplios.
(Reseña publicada en el suplemento «Cultura» del diario «La Nueva España» en noviembre de 1998.)