Para los que piensan, y son legión, que con el siglo pasado se acabó la posibilidad de viajar, en el sentido de encuentro y descubrimiento, y que todos somos turistas por igual, aquí está para contradecirles Donde convergen las paralelas, de Pepe Monteserín (Pravia, 1952), XVII Premio Eurostars Hotels de narrativa de viajes 2022 (RBA Libros).
Estamos ante un libro que cuenta la celebración de un aniversario festejado con un crucero por el mar Báltico, con paradas en Estocolmo, Helsinki, San Petersburgo, Tallin y Riga. Este periplo, en el cual no se hacen amistades, está protagonizado por el propio Pepe Monteserín, un escritor aspirante a contemplador del mundo que busca salirse de su órbita; su esposa, Raquel, madre independiente y mujer exiliada por amor; y Andrés, el hijo de ambos que, todavía en su viaje de ida, busca la órbita de su propia existencia.
Desde los prolegómenos del itinerario hasta el embarque en Estocolmo, desde las primeras fotografías e impresiones de la tripulación y el camarote, así como la presentación de otros turistas o las detalladas viandas que se ofrecen en los restaurantes del buque Serenade of the Seas, la narración nos sumerge en las formas y costumbres del turismo por antonomasia, qué duda cabe. Y su autor no lo oculta. Esto no obsta para percibir cómo Monteserín acciona su mirada inteligente y bienhumorada para, en un ejercicio de exigente complicidad con el lector, dejar que este tome su propia posición crítica.
Deliciosa e intimista, «Donde convergen las paralelas» es un tratado sobre la celebración de la vida, un infinito viajar, que diría Claudio Magris. Y también un íntimo viajar, añado yo.
Como alguien escribió, mientras «el turista visita, el viajero encuentra». No es baladí la diferencia. Escribe Monteserín que «la importancia, más que en la cosa, reside en la manera de mirar». Y así, en este dietario pormenorizadamente ligero que hasta incluye sueños y despertares, la mirada y la voz del turista desaparecen en favor de las del viajero justo cuando el escritor pasa a un registro interior poblado de reflexiones, fantasías y ficciones. Un universo o paisaje al que el lector accede catapultado por un sinfín de referencias y referentes artísticos que le suministra el autor y que sirven a este para abrir la puerta al viaje interior, a la aventura, donde su mirada es un destilado personalísimo que muestra al lector su extraordinaria heterodoxia, ataviada con los muchos saberes adquiridos en otros viajes, y la pertinencia de cientos de lecturas y experiencias.
La más evidente de estas referencias —a la que en otro nivel de lectura cabría añadir El cuaderno gris de Josep Pla— es De profundis, de Oscar Wilde, a cuya lectura el autor dedica parte de la travesía y, por ende, también los lectores. En unas ocasiones Monteserín resalta párrafos que comenta directamente y en otras, al hilo de algún evento, extrae pasajes que detonan más comentarios, episodios o recuerdos. Para quienes no hayan leído la obra del irlandés, además de suponer un acicate para abordar su lectura, esta funciona como una de las historias o subtramas que acompaña a esa otra historia evocadora, y más que sugerente, que es la aparición de la joven hindú en un balcón más allá del que ocupa Monteserín, desertor de la realidad, desde el cual contempla el mundo. Un mundo que, según avanzan las páginas, se va aprehendiendo mejor con imágenes poéticas de gran profundidad.
Deliciosa e intimista, Donde convergen las paralelas es un tratado sobre la celebración de la vida entendida como un infinito viajar, que diría Claudio Magris. Y también un íntimo viajar, añado yo. Y en este viajar, el libro se aprecia mejor si se contempla como el de un escritor entrometido, al que nada le resulta ajeno, que solo como un libro de viajes, que también.
Monteserín narra, con fineza y buen pulso, la aventura de sus quiebras y quehaceres literarios, de sus sueños e intimidades sin caer nunca en la cursilería o en la falta de pudor. Y lo hace desplegando un lenguaje preciso, siempre tan del gusto de este escritor que parece haber limado su estilo a veces barroco en beneficio de otro más directo y esencial, fruto quizá de las condiciones impuestas por el género elegido.
Pero hay más. Por ejemplo, la consistencia de la obra al contraponer la ficción a la realidad, no como bálsamo o consuelo, sino como auténtica (iba a decir verosímil) alternativa de vida. Es decir, una vida literaria y artística. Y también el gusto por las paradojas; la insistencia en la figura de Peter Pan; las reiteraciones que cada vez que aparecen aportan un matiz, un guiño, un recuerdo; el divertido episodio en el Hermitage; las múltiples interconexiones europeas, esa red neuronal europea que es la creación, el arte y la música, y que me ha recordado aquello que decía Rilke: «somos las abejas de lo invisible». ¡Ah, sí! Porque este viaje también es un viaje a lo profundo que es Europa. Y aún hay más: la familia como sostén; la idea de la felicidad; el valor del silencio, las imágenes poéticas cada vez que contempla el mar Báltico, la estela que va dejando el barco —también nuestras vidas— y ese lugar donde convergen las paralelas: el horizonte, el infinito y la muerte. Y añádase el infierno interior, la posibilidad de un abandono… el desertor de la realidad. No hay otro camino, pues tal y como reitera Monteserín varias veces, «la gloria es la cruz».
Al fin, si tal y como nos recuerda el autor de esta narración al hablar del poeta Pablo Ardisana, «la luciérnaga deslumbra si uno quiere», el lector tiene aquí la oportunidad de asombrarse con uno de los mejores viajes, una de las mayores aventuras que cualquier ser humano pueda experimentar al menos una vez en su vida: adentrarse en otro ser humano y encontrarse con sus luces y sus sombras. Pero, sobre todo, admirar el entusiasmo intacto de un escritor que no se da por vencido. Y una vez dentro de él, cada lector ya podrá sacar su imaginación a pasear. Todo sin salir de casa, apoyado en la amura de un butacón y acariciado por la brisa de las páginas al pasar, iluminado por los azules del cielo y la mar, mientras uno se toma un vino con mejillones o se zampa una tortilla francesa. Ruego me disculpen: quien lea el libro, lo entenderá. Y ahora, sigamos leyendo. El viaje vuelve a empezar.
Sin remedio, no me resisto y emprendo el viaje te comentare a mi vuelta¡ prometo ¡marcho sin teléfono, estaré sin localizar montón de besos
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