El otro día me senté en el sofá y encendí la TV, a la espera de que llegase mi mujer. Yendo de un canal a otro y harto de tanta mierda y tanto aburrimiento, al fin me decidí por un reportaje. Una secuencia, especialmente larga, mostraba a una mujer con su hijo encaramado a la espalda, ambos en silencio, mirando a la cámara, es decir, a mí. Creí que sus ojos grandes empezaban a hablarme y esa ilusión me hizo sentir que estaban muy cerca, a escasos metros de distancia. La narración de la periodista era tan impúdica y amarilla que mis oídos la obviaron al instante.
» Tuve un acceso de ira y, de no mediar mi mujer, hubiera empujado ese asqueroso electrodoméstico hasta el borde de la ventana.
Al fondo, el escenario no podía ser menos amable: un cielo gris con una alambrada sobre la cual la mujer —cada vez me parecía más joven y hermosa— había posado sus manos con tal delicadeza que si no fuera por la tristura de sus ojos verdes, hubiera pensado que pertenecían a La tasadora de perlas de Vermeer. Era obvio que aquel rostro cansado de quien acaba de salvar una vez más la vida, con ese mirar que había comenzado a velarse y aquel escorzo suplicante, pero ya sin esperanza, era el de una refugiada. «¿Es esto la vida?», se preguntó, preguntándome sin pestañear. Su confianza en que alguien de este mundo los acogiese era ya tan mínima que su mirada me dio la espalda antes de que el fundido de la secuencia anunciara que el programa volvía en cinco minutos. Pasó por delante de mí la imagen de mi abuela, de mi madre, de mi hermana, de una amiga, de ti. Tuve un acceso de ira y, de no mediar mi mujer, hubiera empujado ese asqueroso electrodoméstico hasta el borde de la ventana. Ella me tranquilizó: me ordenó el rostro y calmó mis palabras. Luego me invitó a sentarme y buscó el canal para ver un capítulo de una serie que estamos siguiendo. Alguien dice: «Así es. No cedemos ante el terror. Nosotros somos el terror». Y ahí me quedé, refugiado, entre los brazos de mi mujer, mirándote.
Conmovedor testimonio. Justificada tu ira (pero el televisor es inocente, menos mal que llegó a tiempo tu mujer; el televisor no tiene la culpa de que seamos capaces de inventar algo que nos muestre lo que somos tantas veces, demasiadas: el mismísimo terror). Cinco o seis televisores voy tirando yo por la ventana, y en una de ellas casi me cargo a un inocente que pasaba por la calle, ya ves.
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