De mudanza durante el estío, he regalado y he abandonado libros. La estratigrafía de sus lomos, su piel y sus vísceras, su altura…, la extremada delgadez de la poesía en contraste con otras materias, igualmente necesarias, resulta a veces inversamente proporcional a la longitud emocional que nos proponen. Finalmente, duele alejarse de ellos. No tanto por la pérdida material, sino porque en muchos casos el olvido de ellos se convierte en una señal que anuncia nuestra breve estancia. Todo se origina en el cerebro del escritor —antes tal vez— y luego pasa a las manos de una apiadado editor o representante que le da el visto bueno para imprimirlo y distribuirlo por las librerías, en donde morirá, más o menos, a las dos semanas. Luego ya sólo queda que el alma inquieta de algún estudiante, la curiosidad de un lector inesperado o algún golpe de fortuna lo rescate. La resurrección, en estos casos y en este sentido, es la última epifanía del libro. Aunque el autor ya no siga vivo. La mudanza fue una orgía.