Entonces, hace 20 años, pisar el acelerador hasta llegar a 160 Km/h, en una llanura desértica cerca de Mhamid, sólo era asunto de jóvenes que aún teníamos todo el tiempo del mundo para perdernos. Serpentear el atardecer con el polvo y el sol pegado a la piel, tras cruzar Zagora y Ouarzazate, paralelo al palmeral del río Draa, y atravesar con miedo el oscuro y totémico silencio del Atlas, era cuando menos peculiar. Y luego, ya de noche, llegarse hasta Marraquech y cruzar sin rumbo los olores y los fuegos de Djemaa el Fnaa para al fin sentarse en cualquier café, el Argana o el de Francia, era mirar con los ojos del azar la fortuna de estar vivos.
Ahora, todo aquello parece menos cierto y la experiencia inmediata de una bomba nos asesina el recuerdo y la teoría. Cualquier teoría. Casi cualquier recuerdo. No descarten nada. Tampoco estas intencionadas palabras de la abogada Carmen Alfonso: “Pierdan el miedo a la soledad, vuelvan al estudio, al libro, a la música, al paseo, al parque, al cine. Se encontrarán con ustedes mismos. Y en esos momentos descubrirán que para tener gestores y líderes que nos hagan avanzar sin emborracharnos de fantasías, éstos deberán salir de nuestras propias filas, cultos y preparados, trabajadores y honrados. Al fin, fuertes y creativos como dicen que somos cuando la adversidad nos coge por el cuello y casi no nos deja ni respirar.” Y esto lo mismo sirve para los de aquí como para los de allá.
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