En la estación moscovita de Leningradsky, mientras esperaba el Sapsan para San Petersburgo, me entretuve ojeando las portadas de libros y revistas que apenas entendía, pese a mis esfuerzos con el cirílico. De repente, a mi lado, una anciana de negro y gris hasta la cabeza y con los ojos fríos y azulados, cruelmente finísimos, como sajados a navaja, susurró algo a la quiosquera. Esta mantuvo una conversación muy breve con ella y al instante extrajo un pequeño libro de algún lugar bajo el mostrador en el que enseguida reconocí aquellas novelas de papel sepia que se alquilaban por céntimos durante mi infancia. La anciana le dio unos kopecks y sonrió revelándose en su rostro una agradecida y dulce satisfacción que sólo he visto en las gentes más olvidadas.
En el último libro de Justo Navarro, Mi vida social, aparece el siguiente poema, exactamente al final. Se titula El raro mecanismo del deseo y dice: « Todo el mundo conoce / la megalomanía / de los deseos y es común / desear lo que no sucederá». (Colección La cruz del Sur, Editorial Pre Textos, 2010).
El próximo martes puede que a usted le toque el gordo de la Lotería de Navidad o durante la semana próxima cualquier otro premio de los que casi a diario se juega en este país. Pero lo más seguro (si compra el boleto, claro) es que no le toque.
El año que viene puede que usted viaje con su familia, con su hija o con su recién estrenado amante a un lugar de la costa sorrentina y se encarame a un hotel de lujo, antiguo convento, y desayune como los héroes de la Odisea o huelgue sin más frente al África oriental en la costa malgache, degustando una sabrosura y tostándose la piel hasta dejarla como la puntilla de un huevo. O tal vez usted disfrute rodeado de soledad o quizá en el pueblo de siempre junto a su familia. Espero que nada, ni nadie, le falte.
Puede que por fin también logre hablar lo justo en inglés con un curso por TV, que aprenda a cocinar por Internet o que escriba el libro que le catapulte a la gloria de los críticos, al súmmum entre sus compañeros o, más acá, al orgasmo de los lectores ya la fortuna de un premio. Incluso es probable que se ponga en forma y deje atrás el óxido sedentario y cinco kilos de grasa acumulada durante la temporada. El corazón, me dijo un médico, es nuestro mejor amigo y qué mal lo tratamos.
Sin duda, deseará que el paro no le afecte, que le suban la nómina o la pensión, que le den mejores condiciones por alcanzar los objetivos o que, sin más, le dejen como está. En fin, en este punto no se haga demasiadas ilusiones.
Sea como fuere y en cualquier caso, no pienso decirle que pruebe a consolarse con la lectura de algún libro. Sería absurdo por mi parte ofrecerle gato por liebre. La gente tiene derecho a desear y luchar para dejar de vivir como un perro y aspirar a condiciones no sólo mejores, sino a tener las de los desahogados y a disfrutar las mieles obscenas de los ricos. Así que inténtelo. Pero no se olvide nunca de la sonrisa de la anciana ni del poema de Navarro. Esto es justo lo que quería decirles: que les deseo lo mejor. Por mi parte, si la suerte no lo evita, volveré en enero.