Odio la Guerra Civil. Se tragó una cuarta parte de mi familia y me dejó una abuela tierna y asustada, con olor a lana y madera, que de cuando en vez, en sus desvaríos, amenazaba con tirarse por la ventana. Tiempo después comprendí que mi madre había heredado alguna sutileza imborrable de toda aquella abyección tan fraternal. Por eso, uno de mis deseos más hondos y convencidos es vivir lo suficiente como para saber de la muerte de los que vencieron y de los que perdieron, así como de todos sus hijos. Y por eso también, cuando algún preclaro de la intelligentsia política, literaria o cultural de este país (o de cualquier otro) menta y trata de razonar sobre el fundamento histórico de nuestro sistema democrático, a la manera de Javier Cercas, me sale de inmediato la vena del exilio, el bostezo de la extrañeza y un desprecio olímpico por la materia.

Para buena parte de los de mi generación como para la inmensa mayoría de las que nos suceden el único hilo para zurcir el origen histórico de nuestra democracia comienza con la liberadora muerte de Franco y tiene su puntada mayor en la aprobación de la Constitución de 1978. No se trata de despreciar ningún origen, ninguna lucha ni tantas muertes y conquistas, pero casi nadie apela a la Constitución de 1812, ni a la I o a la II República españolas para hilar nuestro presente. Y no es por ignorancia o por casualidad que así sea, sino porque los mejores valores de convivencia de nuestra historia afloraron en ese periodo del último cuarto del siglo XX. Y si lo que se pretende es hacer y escribir Historia, mejor será que dejemos ese trabajo en manos de los historiadores profesionales. Se corre el puñetero peligro de adoptar posturas quirúrgicas que separan la moral de la política, aunque sea a través de un bienintencionado relato literario, mezclando desprevenidamente la historia de las churras individuales con la de las merinas políticas. Es cierto, dicho sea de paso, que la moral de los políticos actuales no coincide con la moral de los ciudadanos, pero ese es otro problema anexo a la cada vez más delgada escala de valores y virtudes de la política y la sociedad.
De otra parte, en el asunto del olvido es imposible eliminar las carpetas llenas de recuerdos que permanecen indelebles en el archivo de la memoria, las emociones súbitas del corazón o cada una de las lecciones del pasado; se trata de olvidar para seguir caminando por la esperanza de la vida. Porque, en este sentido, si nadie olvida todos podemos albergar algún motivo sanguinario o inveterado con los que rumiar el odio y pergeñar la venganza. El ser humano, en situaciones extremas, jamás se ha comportado como una hermanita de la caridad. Y, además, conserva una especial memoria colectiva que sirve de autohipnosis para perpetrar las más variadas insensateces. Ahí está el caso de Israel y Palestina.
Cada vez que le preguntaba a mi padre sobre la Guerra Civil, antes de padecer la enfermedad que le encerró durante una década en la cárcel de silencio en la que murió con una desesperada paciencia, él cogía la chaqueta y las llaves y me decía: anda hijo, vamos a caminar y hablar de la vida. Cruzábamos el puente y hablábamos de su juventud y del abuelo y de la música y del humor surrealista y me hacía preguntas que sospecho tenían alguna trampa. Yo, mientras tanto, iba cumpliendo los años felices posteriores a mi paso por la Facultad de Historia. Todavía hoy recuerdo el día que llamé desde una cabina de teléfono para decirle que ya había terminado la carrera. Pues ahora a vivir, me dijo. Y no lo olvido. Gracias, padre, por la calidez de ese silencio entrometido. Jamás te olvido.